Los adoratorios mágico religiosos de las culturas peruanas
ancestrales, ubicados preferentemente en la cima de los cerros, fueron
destruidos. Sobre los restos de los más importantes
testimonios se construyeron iglesias. La
solemnidad, el colorido de las festividades originales, disfrazadas por otras
en homenaje a personajes exaltados por la religión impuesta. La persecución del
invasor sancionaba ideas, pensamientos, costumbres, testimonios de contenido
idolátrico, algunas de cuyas manifestaciones señalaban, por ejemplo, la
devoción a los cerros tutelares y también a las principales luminarias
geográficas: el Sol, la Luna, las Estrellas. Un paralelismo que nos llega de
fuente inagotable subsiste después del tiempo transcurrido, despejando con su
evidencia, dogmatismos religiosos.
Ya sea para recoger plantas; o para invocar alivio a las
necesidades materiales; o con motivo del pago a la tierra, el poblador
altiplánico del campo y de la ciudad asciende hacia la cumbre de los cerros
tutelares que rodean la ciudad coincidiendo con la tradición. El jueves santo, por ejemplo, se acostumbra
ascender hacia la cumbre en hileras multicolores que al amanecer retornan
portando plantas, flores, raíces con virtudes medicinales. En mayo, el efluvio
cósmico de la montaña incentiva y sirve de contenido al pensamiento creador de
los peregrinos. La tradición recomienda “construir” la casa propia, o el
cercado para el ganado familiar, operaciones que se cumplen a la luz de una
velita encendida.
Horas después, la convocatoria invitará a las tradicionales
Alacitas, fiesta de imaginación, de compra-venta de símbolos en un ambiente
formal salpicado de color y miniatura.
Se comprará lo que se necesita para mejorar la situación económica: casa
de uno o dos pisos; camión GMC, un Ekeko cubierto de billetes. En época pasada,
el elemento de pago por el precio de tales operaciones fueron botones o
piedrecitas de canto rodado.
(1)Fragmento de un artículo publicado en Boletín Club
Departamental Puno.
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